La misión como “misión de Dios”

La misión parte de la vida íntima de Dios. Dios nos amó primero. Su amor es el manantial de la acción misionera de la Iglesia en cualquier época y lugar. Él nos ama y nos salva.


1. Plenitud del amor original

La misión es ante todo iniciativa de Dios. En sus fundamentos no está ligada a ningún proyecto humano ni a ninguna situación sociopolítica, ni mucho menos a una determinada ideología. La misión pertenece a la esencia misma de Dios. Por eso podemos hablar de misión de Dios. Efectivamente, la misión parte de la vida íntima de Dios, que conocemos como plenitud de amor y que se nos ha manifestado como una relación familiar: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dice San Agustín: “Ves la Trinidad si ves el amor”. Si “Dios es amor”, como ha enseñado San Juan a las primeras comunidades cristianas, “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,8.16).
Estas palabras, afirma el Papa Benedicto XVI, “expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino” (Deus Caritas Est 1).

2. El amor se manifiesta en la historia El manantial

Dios no puede ser soledad, alguien que vive tranquilamente en sus aposentos mayestáticos, alejado de la vida común de los mortales, el Dios lejano del más allá o la causa primera de los filósofos. Jesús de Nazaret nos lo ha mostrado como Padre. Así le debemos llamar “Padre nuestro”, el padre bueno que nos ama. De tal modo nos ha amado que ha enviado a su propio Hijo. Decir que Dios es amor es lo mismo que decir: relación, expansión, encuentro, entrega. Es característico del amor relacionarse, comunicarse, manifestarse, compartir, darse. Aplicado a Dios, a este amor lo podemos llamar: manantial, origen, fuente de todo amor: del amor de una madre y de un padre a su hijo, del amor entre los esposos, del amor entre dos enamorados, del amor filial, del amor entre amigos. Todo amor tiene su origen y su meta en Dios; de Él sale y a Él conduce, y en Él tiene su plenitud. De esta fuente procede el Hijo que se nos ha dado por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

El manantial del amor, fundamento de cualquier otro amor, llega hasta nosotros. Es la obra de Jesús de Nazaret, hacer sensible el amor de Dios, de tal manera que todos nos sintamos verdaderamente llamados a compartir ese amor. A esto lo llamamos la encarnación del Hijo de Dios, la misión de Cristo, el misionero del Padre, que se prolonga en la historia hasta el final del mundo. Todo esto es la obra de Dios entre nosotros: Dios quiere que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad. Por eso Dios no sólo es el que envía, es al mismo tiempo el enviado. La misión de Dios es un indicador claro de su presencia plena en medio de la humanidad.

3. Unidad en el amor y en la misión: Unión íntima y natural en Dios

La misión no la debemos entender como parcelas de Dios, como si Él se pudiese dividir. Hay una unión íntima y natural en Dios. Así nos lo ha revelado Jesús: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado” (Jn 12,44-45). Esta verdad de Jesús la confesamos también en el credo: “Creo en un solo Dios”. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “las divinas Personas son también inseparables en su obrar”, pero “cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad” (Compendio del CEC, 49).

La naturaleza de Dios, Uno y Trino, es la que fundamenta la misión de la Iglesia: “Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17,18-22).

Como hemos visto en los textos bíblicos consultados y en lo que hemos expuesto, en Jesús y en el Espíritu Santo está presente siempre el mismo Dios, Uno y Trino. Su presencia en el mundo no nos permite afirmar su ausencia en otro lugar. Si no llegamos a una comprensión fácil, se debe a los límites de nuestro lenguaje y de las metáforas que normalmente se usan. Siempre que hablamos de Dios Padre, de Jesucristo y del Espíritu Santo, nos referimos siempre a Dios, Uno y Trino, y no a una parte de Dios. Un gran santo de los primeros siglos, San Ireneo, nos enseña que este Dios está cerca de cada persona por medio de las manos que son el Hijo y el Espíritu Santo. Al mismo tiempo que Dios está presente permanece distante y misterioso, infinito e inabarcable. La proximidad de Dios no anula el misterio y el misterio no nos impide hablar de la cercanía de Dios.

4. La vida de las primeras comunidades

Las primeras comunidades así lo entendieron. Pablo se dirige a la comunidad de Éfeso diciéndoles: “Así pues, ya no son extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también ustedes están siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,20-22). A las comunidades de Galacia Pablo les escribe: “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,4-7). A los cristianos de Corintio les recuerda lo siguiente: “Es Dios el que nos conforta juntamente con ustedes en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (2Cr 1,21-22).

5. Enseñanza actual de la Iglesia

En nuestro tiempo ha sido el Concilio Vaticano II y Juan Pablo II quienes nos lo han recordado en algunos de sus documentos: “Por eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo predicando el Evangelio... Así, pues ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal” (Lumen Gentium 17). “La Iglesia peregrina es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre, pero este designio dimana del ’amor fontal’ o de la caridad de Dios Padre” (Ad Gentes 2). “La actividad misionera es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salud” (Ad Gentes 9). “El fin último de la misión es hacer participar en la comunión que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo” (Redemptoris Missio 23).

6. ¿Qué piensan las otras tradiciones cristianas?

Las iglesias ortodoxas de oriente afirman que la Trinidad constituye el fundamento supremo y el fin último de la misión de la Iglesia. Las iglesias nacidas de la Reforma (iglesia luterana y otras) defienden la importancia de conectar la naturaleza misionera de la Iglesia con la Trinidad. De este modo definen la misión como obra de Dios Trino y Uno. Para la iglesia anglicana sólo en el contexto de la fe y de la doctrina trinitaria se puede entender plenamente la misión de Cristo y del Espíritu Santo. Esta doctrina nos ayuda a comprender profundamente la misión y a llevarla a cabo.

Trabajo de reflexión personal o en grupo
  1. Estudiar y discutir los siguientes textos:
    • Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 17 (carácter misionero de laIglesia); y Ad Gentes 2-5 (el plan divino de la salvación).
    • Juan Pablo II, Redemptoris Missio 23 (el mandato misionero).
    • Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 1 (Dios es amor; hemos creídoen el amor de Dios), n. 19 (la caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario), n. 20 (la caridad como tarea de la Iglesia), y n. 25 (la naturaleza íntima de la Iglesia).
  2. Responder a las siguientes preguntas:
    • ¿Cuál es el designio de Dios para el hombre? R/. Compendio del CEC, 1
    • ¿De qué modo Dios revela que Él es amor? R/. Compendio del CEC, 42; 44 y 45.
Desde el testimonio
“No hay límite, porque Dios es amor y el amor es Dios, y de este modo estamos de verdad enamorados de Dios. El amor de Dios es infinito. Pero tenemos que amar y dar hasta que nos duela. Lo que cuenta no es cuánto hacemos, sino cuánto amor ponemos en acción... Nuestro trabajo no es más que la expresión de nuestro amor hacia Dios”. Madre Teresa de Calcuta.

Desde la oración
Con motivo de la muerte de San Francisco Javier, François Bécheu escribió la siguiente oración (F. Bécheau, Francisco Javier, p.117):
“Invadido por el celo de tu casa,
azuzado por el deseo de propagar tu nombre,
inflamado por el fuego de tu amor,
mira, Señor, a tu hijo Javier, clavado en su cruz.
Miremos al gran pueblo chino;
que toda ribera de Asia reciba tu mensaje;
abramos el corazón al amor a los hermanos;
ofrezcamos nuestros días para salvar al mundo”.

P. Francisco Lerma Martínez, imc.

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