La Misión como enviados.

Por el bautismo hay una vocación a la santidad y a la misión común a todos los miembros del pueblo de Dios. Todos estamos llamados a la misión. Todos tenemos una misión que cumplir: edificar la Iglesia, realizar la misión que Jesús nos ha encomendado.

1. El derecho y el deber de evangelizar.

La Iglesia existe para la misión. Es una disponibilidad que brota espontáneamente de su propia identidad. No es algo contingente y externo, sino que alcanza el corazón mismo de la Iglesia.
En el libro del Apocalipsis, hay un símbolo bastante expresivo de la misión a la que todos los miembros del pueblo de Dios estamos llamados: “Y la voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: ’Vete, toma el librito que está abierto en la mano del Ángel, el que está de pie sobre el mar y sobre la tierra’. Fui donde el Ángel y le dije que me diera el librito. Y me dice: ‘Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel’. Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y fue mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas. Entonces me dicen: ’Tienes que profetizar otra vez contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes” (Ap 10,8-11).
El libro que el apóstol come se convierte en el mensaje que tiene que llegar a todos los pueblos. Es una palabra que cuestiona sobre nuestra responsabilidad de oyentes y testigos de la misma. A nadie le está permitido desatenderla o ignorarla. El bautismo fundamenta en cada cristiano el derecho y el deber de evangelizar. Para el discípulo de Jesús, la misión no es algo que se pueda o no hacer, sino la expresión más genuina de su ser. Sin misión no se puede ser discípulo de Cristo.
La palabra es un don que recibe para compartir con los otros que no la conocen, como la mujer del Evangelio que encuentra la moneda de oro e inmediatamente se lo comunica a sus vecinas. Quien experimenta a Dios en su vida no puede dejar de sentir la urgencia de la misión: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9,16).

2. Siguiendo las huellas de profetas y apóstoles.

Como el pueblo del Antiguo Testamento.
En los tiempos pasados, hombres y mujeres, de muchas y de diferentes maneras, han comprendido bien la necesidad de ir a anunciar el Evangelio. Moisés, por ejemplo, en su inquietante experiencia de Dios, descubrió y asumió su papel en la misión de liberar al pueblo de la esclavitud en que vivía. Más tarde, Judit pasó por una experiencia semejante. Ella, con una intensa vida de fe, mujer piadosa y temerosa de Dios (Jdt 8,8,31), comparte la ansiedad del pueblo expatriado y humillado y asume la misión de liberarlo, misión que el pueblo le confía. Judit hizo penitencia, oró y salió decidida para cumplir su misión (Jdt 10, 2-14).

Después de Jesús.
Después de Jesús, el misionero del Padre, Pablo es quien mejor encarna la respuesta al envío misionero. Después de su encuentro personal con Cristo (Hech 8,2-16), deja atrás su mundo y muestra su completa disponibilidad a la misión. Y la comunidad lo envía junto con Bernabé. Él deja atrás su mundo y se pone en marcha para la misión que le confían: “Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: ’Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado’. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron” (Hech 13,2-3).

Hasta nuestros días.
A Pablo y Bernabé les sucediron un número incalculable de misioneros y misioneras a través de la historia hasta nuestros días, más conocidos unos, menos famosos la mayoría. Pero, todos, en una experiencia de Dios, han escuchado el grito de los pueblos oprimidos, los macedonios de todos los tiempos: “Por la noche Pablo tuvo una visión: un macedonio estaba de pie suplicándole: ’Pasa a Macedonia y ayúdanos’. En cuanto tuvo la visión, inmediatamente intentamos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarles” (Hech 16,8). En ese ansia de libertad y de salvación, han descubierto la voz de Dios que los enviaba en misión: “Id por todo el mundo a anunciar el Evangelio” (Mc 16,15). Como Moisés, Judit, Pablo o Javier, también ellos lo han dejado todo atrás y han salido de su mundo, de su casa, patria y cultura, para testimoniar y anunciar la Buena Nueva de Jesús.

3. Disponibilidad radical

Exigencia de nuestro bautismo.
Hay que ir, estar disponibles desde lo más hondo de nuestro ser cristiano. No se trata de una colaboración más o menos intensa, rezando, dando alguna ayuda económica o algún tiempo a las misiones. Se trata de algo más profundo. Se nos pide más: que seamos misioneros, porque el bautismo así lo requiere. A este respecto el Concilio nos recuerda que “la tarea de propagar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo según su condición” (Ad Gentes 23), lo que significa ser misionero aquí cerca, en nuestro propio ambiente, y allá más lejos, fuera de nuestras fronteras geográficas y culturales. No podemos nunca olvidar o abandonar esta condición esencial del discípulo de Jesús de Nazaret. Si lo hiciéramos, dejaríamos de ser cristianos.

Común vocación a la santidad y a la misión.
Los documentos de la Iglesia insisten en la común vocación a la santidad y a la misión de todos los miembros del pueblo de Dios, sin distinción de condición: “Todo fiel es llamado a la santidad y a la misión” (Redemptoris Missio 90). Nuestro compromiso con la misión es ineludible y constante en cuanto seamos cristianos, pues quien experimenta a Cristo en su vida, lo tiene que comunicar a los otros: “Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo, no puede tenerlo sólo para sí” (Novo Millennio Ineunte 40).

4. Ser y vivir misionero.

Nuestra salida misionera es un estado de vida, una manera de ser y de estar en el mundo. Por ello viviremos siempre en estado de misión dondequiera que estemos, en el seno de nuestras familias, en nuestras parroquias y movimientos eclesiales, en nuestras actividades profesionales y ocupaciones civiles. Si un día se reúnen las condiciones, hay que estar disponibles para salir más en profundidad, fuera de nuestros propios contextos culturales y nacionales y entrar en los fenómenos de nuestro tiempo. Hoy hay que ir al mundo de la pobreza, de la injusticia, de la exclusión, de la violencia, de la migración, de la comunicación, del mundo juvenil, de la defensa de la naturaleza. Estos fenómenos socioculturales forman hoy los nuevos territorios a los que los cristianos tenemos que ir en misión. Sin olvidar los ámbitos geográficos, donde todavía no se conoce a Cristo, los fenómenos referidos nos indican los nuevos ámbitos de la misión. Allí tiene que estar el misionero de hoy.

5. Perfil del misionero.

Llamado.
El enviado en misión tiene un perfil que lo identifica. La primera cualidad que un misionero debe tener es la de sentirse llamado para la misión, apóstol. Pablo lo repite constantemente al principio de sus cartas. Nadie asume la misión en nombre propio. Quien entra en este camino, experimenta a un Dios que llama y envía en misión a favor de su pueblo. Por eso, ante las dificultades de la misión, no hay espacio para el pesimismo ni el desánimo, pues el protagonista es el mismo Dios. Él acompaña siempre al enviado.

Acogedor.
La segunda característica del enviado en misión es la apertura al otro. La misión requiere personas que respeten, que sean tolerantes, acogedoras, pacientes; personas que sepan escuchar al otro, estén atentas a sus valores, a lo que más les interesa y preocupa, a sus ideales, a sus deseos más profundos, para ahí depositar la semilla de la Buena Nueva.

Testigo.
En tercer lugar, el enviado en misión se preocupará ante todo por ser testigo de lo que desea anunciar, testigo de Jesús y testigo de su mensaje. “Seréis mis testigos en todo el mundo”, había dicho Jesús a los apóstoles (Hech 1,8). Hay que anunciar lo que se ha vivido y experimentado, no una doctrina por muy buena que sea: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1,1-3).

Profeta.
Por último, el enviado en misión, llegado el momento oportuno, tiene que proclamar abiertamente el Evangelio, invitando a creer en Jesús de Nazaret, que ha venido al mundo para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad: “Pedro les dijo: ’Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hech 2,36). Pero todo esto lo hará como lo hizo su maestro, dialogando, respetando la libertad, amando y perdonando siempre, incluso cuando no lo acepten o lo persigan. Además estará unido interiormente con quien lo ha enviado, a través de la oración sencilla, confiada y comprometida. Allí él descubrirá la fuerza de su compromiso. El enviado en misión es un instrumento en las manos de Dios al servicio de la humanidad.

Para reflexionar y compartir
  1. Nuestro compromiso con la misión es ineludible y constante: ¿Qué significa para ti, concretamente, la afirmación de que todos los discípulos de Jesús tenemos el derecho y deber de evangelizar?
  2. ¿Qué características debe tener quien es enviado a la misión?
  3. No pudiendo ir a tierras lejanas, ¿cómo podrías realizar tu salida a la misión?
  4. ¿Qué sentido tiene la oración y qué lugar debe ocupar en la vida de un enviado?
  5. Estudia el Compendio del Catecismo, CEC , nn. 144, 150 y 173 (misión de la Iglesia); 175 (misión de los apóstoles).
Desde el testimonio

San Francisco Javier:
Quiso Dios, por su acostumbrada misericordia, acordarse de mí; y con mucha consolación interior sentí y conocí que era su voluntad que fuera yo a aquellas partes de Malaca”.
“Estoy tan determinado de cumplir lo que Dios me dio a sentir en mi alma, que, al hacerlo, me parece que iría contra la voluntad de Dios; y que ni en esta vida ni en la otra me haría merced”.
"Yo no dejaría de ir a Japón, por lo mucho que tengo sentido dentro de mi ánima, aunque tuviese por cierto que había de verme en los mayores peligros que nunca me vi, por cuanto tengo muy grande esperanza en Dios nuestro Señor que en aquellas partes se ha de acrecentar mucho nuestra santa fe”.

Madre Teresa de Calcuta:
Un misionero es un enviado. Dios envió a su Hijo. Hoy Dios nos envía a nosotras. Cada una de nosotras es enviada por Dios. ¿Por qué somos enviadas? Somos enviadas a ser su amor entre los hombres, a llevar su amor y comprensión a los más pobres de los pobres. No debemos tener miedo a amar. La Misionera de la Caridad tiene que ser una misionera del amor”.

Desde la oración
¡Señor, Dios nuestro! ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies de los mensajeros que anuncian la paz, que traen la Buena Nueva, que pregonan la victoria! Fortalece en nosotros la fe que nos legó la predicación de los apóstoles; y haz que la proclamemos en todas partes de palabra y de obra. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

P. Francisco Lerma Martínez, imc

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