Esta frase, de un famoso poeta portugués llamado Fernando Pessoa, reúne en pocas palabras la historia de la misión de Soplín Vargas en Perú y, revela también, la íntima comunión entre lo que es la voluntad de Dios para la misión, para el trabajo de los misioneros y para los pueblos más lejanos que viven en las fronteras.
Soplín Vargas es un municipio peruano con 28 años de fundación y que queda en la orilla del río Putumayo, en donde viven cerca de 700 personas. Como es un municipio, la presencia del Estado se hace a través de la Alcaldía, del Ejercito, de la Policía, del banco de la Nación, bien como de otras instituciones estatales que buscan de implementar programas de desarrollo, y otras que se dedican a la protección de la tan querida Amazonia.
En las fronteras, el apoyo del Estado no siempre se refleja en la vida de la gente, estos pueblos aislados viven sin plata, en casas de madera, trabajan en pequeñas chacras y se alimentan de la pesca y cacería. La mayoría de los pueblos que hablamos son indígenas de las etnias Quichua, Uitoto y Secoya.
Al contrario del Estado, la Iglesia y los Misioneros de la Consolata, que trabajaban en Puerto Leguízamo, Colombia, siempre acompañaron este pueblo en su proceso de madurez, visitando las diferentes comunidades que componen el municipio (34 veredas por 450 kms del río), aunque, hasta hoy, no fue posible un acompañamiento permanente. Al contrario de la Iglesia Católica, los cultos evangélicos se hacen fuertemente presentes.
Este escenario, y la herencia histórica de los misioneros que lo precedieron, fue el matrimonio perfecto entre el deseo de las personas que clamaban por la presencia de la Iglesia en medio de ellos, y no solo de visita, y el carisma que el Beato Allamano generosamente nos dejó: id al encuentro de los últimos, los olvidados. Para que este encuentro fuera posible, la semilla tendría que ser lanzada en buena tierra para que diera frutos, buenos frutos. Esa semilla empezó a tener un primer rostro, el del P. Kim Moonjung imc, además de todos los otros misioneros y misioneras que visitaron Soplín. Este joven Padre coreano, aún diácono, visitaba con más regularidad las comunidades, anunciándoles lo que estaba por venir: una presencia efectiva de los misioneros de la Consolata, una presencia de la Iglesia, una presencia de Dios entre ellos. Esta presencia anunciada tenía aún una particular novedad para la gente, la llegada de Copi y Viviana, Laicos Misioneros de la Consolata de Portugal. Una pareja joven, que deja su casa, su trabajo, sus familias para compartir la vida entre ellos. Esto le causó gran sorpresa. Les decíamos que la misión no la hacen solo los Padres y las Hermanas, sino que también todos los bautizados están llamados a ser misioneros en sus casas, en sus comunidades y en todo el mundo… Otros nos decían: “Nosotros soñamos en ir por allá a buscar una buena vida y ustedes aquí están viviendo con nosotros que somos pobres”.
La Pascua de 2011, fue el inicio del camino de este equipo misionero que proyectaba la construcción de la comunidad católica. Los días de la semana santa también ayudaron a sistematizar nuestra presencia entre ellos, pero allí empezaron a surgir las dificultades, y la primera fue buscar en donde vivir. Varias veces intentamos quedarnos a vivir en Soplín. La vez que duramos más tiempo fue cuando nos dejaron quedar en el Centro de salud. Estuvimos cerca de 3 meses que, aunque poco, fueron fundamentales para la creación de mayores vínculos. En el momento que tuvimos que salir, el deseo de tener una casa nuestra era todavía mayor y más urgente.
La misión fronteriza exige mucha colaboración económica y mucha solidaridad, pero sobretodo mucha fe en que Dios no nos abandona. Con esta certeza, lanzamos un proyecto en Portugal “Una maloca para todos” en donde el principal objetivo era el de crear un lugar de encuentro para todos, el templo en donde celebrar la Eucaristía, un centro Pastoral y la casa para los misioneros.
No fue fácil llegar al final de un camino de 2 años, pues la realización de este sueño dependía directamente de la generosidad de las personas. Sin embargo conseguimos lo que fue posible y, en realidad, fue mucho. Desde el inicio de la construcción, buscamos involucrar al máximo la comunidad de Soplín, para que sintieran que la Maloca también era de ellos, más que para ellos. Creemos que logramos.
El día 29 de septiembre del 2013, la inauguración de la Maloca, quedará para siempre gravado en la memoria de la gente como el día en que Dios vino a vivir en sus casas, vino a compartir sus alegrías y sus tristezas, vino para quedarse con ellos. Las páginas de la historia de Soplín seguirán siendo escritas por hombres y mujeres que donan sus vidas a favor de los hermanos, apoyados por una Iglesia naciente, como aquella de los primeros cristianos en donde ellos eran reconocidos por el modo como se amaban entre ellos.
Ese es nuestro deseo, nuestra esperanza y alegría pues, Dios quiso, los Misioneros y Misioneras de la Consolata soñaron y la obra nació.
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