La fe es ese toque de Dios que nos hace descubrir todo lo que hemos recibido, el inmenso bien que nos rodea, la bondad que acompaña nuestra vida, todo el bien que nos hacen los otros.
Varias veces he tratado el tema del perdón y de la necesidad de aceptar los límites humanos. Hoy vuelvo a referirme a ello porque parece que la vida está tejida de esa experiencia y son muchos los casos que a diario se palpan sobre esto. Continuamente asistimos a encuentros y desencuentros entre las personas. Lo triste es que no todos tienen final feliz y parece que no hay poder humano para cambiarlo. Es el caso de una señora que estaba enferma y le pidió a una amiga que la acompañara al médico. La amiga le dijo que sí pero, por esos fallos humanos que pueden ocurrir, cuando llegó el momento, se olvidó completamente del compromiso adquirido y a la señora le toco irse sola. Lógicamente, se sintió muy defraudada de su amiga y su reacción fue de enfado y de no querer saber más de ella. Cuando la amiga se dio cuenta de lo ocurrido, llamó a la señora y le pidió mil disculpas, sentía realmente mucho dolor de haber fallado en ese momento y, con toda sinceridad, reconociendo su error, le explicó que había sido una falla involuntaria y que lo sentía mucho. Pero no hubo manera de cambiar la actitud de la señora. La amiga continuó insistiéndole de diferentes maneras, le pidió a personas cercanas a la señora que le ayudarán a hacerle entender que no había sido mala voluntad. Pero no hubo poder humano. Por ese detalle, una amistad de muchos años, llegó a su fin.
Es normal que cuando uno está implicado en el hecho, o sea, cuando es el protagonista, tenga sentimientos de rabia, rencor, no aceptación frente a la persona que le ha fallado. Sin embargo, cuando uno se pone como espectador y puede juzgar las dos partes, uno se pregunta: ¿cómo es posible que no se pueda perdonar al otro? ¿por qué romper la amistad vivida por un solo error? ¿por qué perder la posibilidad de seguir compartiendo la vida, por una equivocación? ¿por qué es tan difícil perdonar y poner por encima del sentimiento herido, la amistad vivida? Cuando uno medita todo esto entiende la parábola del señor al que un rey le perdonó una deuda inmensa porque no tenía con que pagarle. Pero cuando un amigo suyo -que le debía mucho menos de lo que él le debía al rey- le pidió que le perdonara la deuda porque tampoco tenía con que pagarle, él no fue capaz de hacerlo. Por el contrario, lo mando a la cárcel para hacerle pagar con creces lo que le debía (Cf. Mt 18, 23-35).
Tal vez esta parábola nos habla de que realmente hay situaciones en las que no hay poder humano que las hagan cambiar. A veces, el corazón no se abre al perdón aunque se le den muchas razones. Es como si la parábola nos quisiera hacer entender que falta la “gracia divina” para ser capaces de dar ese paso. Ni siquiera es suficiente haber recibido “bien” en nuestra vida para hacérselo a los otros (aunque esto muchas veces sí es suficiente y da su fruto). Hace falta descubrir que ese bien recibido es don, que no lo merecemos y que es pura “gracia”. Sólo así nos disponemos a dar a los otros lo que “gratis” y por puro “amor” hemos recibido. ¿Cómo podemos tener esta experiencia?
La fe es ese toque de Dios que nos hace descubrir todo lo que hemos recibido, el inmenso bien que nos rodea, la bondad que acompaña nuestra vida, todo el bien que nos hacen los otros. La fe también nos hace reconocer que no lo merecíamos, que es don y por eso podemos y debemos transformarnos en ese mismo don para el mundo. La fe es esa nueva luz que nos permite ver todo con una profundidad nunca antes imaginada. Que nos hace sensibles al amor de Dios derramado en nuestros corazones a través de todo lo bueno que recibimos y que nos hace capaces de hacer con los otros lo que han hecho con nosotros. Por eso es tan urgente pedirle a Dios, una y otra vez, el don de la fe para hacer de nuestra vida amor para el mundo. Para que, con nuestra capacidad de perdonar, de aceptar, de acoger al otro, rompamos la larga cadena de desencuentros que acompaña la vida humana y en los que, algunas veces, no existe poder humano para cambiarlos. En estos casos sólo la fe ofrece una salida y la posibilidad de un final feliz.
Olga Vélez
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