La vida cristiana es una vida de fe. Esto supone que nos abrimos a acoger el misterio absoluto de nuestro Dios, no con las certezas de quien puede probar los fundamentos de sus creencias sino con la confianza del que se ha sentido llamado y responde con generosidad y riesgo.
La vida cristiana es una aventura de amistad y la amistad sólo es posible por la fe. Ésta es la que mantiene la llama del amor encendida en los momentos de más dificultad, en los dolores y pérdidas que no dejan de acompañar el caminar humano. Pero la fe es también la que permite gozar del encuentro gratuito y sosegado con el Dios de la vida a través de la naturaleza, en el hecho de existir, en su Palabra, en todos los dones que recibimos y en los hermanos y hermanas -especialmente en los más pobres y necesitados- que comparten con nosotros esta casa común.
La vida cristiana es una vida de seguimiento. En la espiritualidad de décadas pasadas se habló mucho de la “imitación” de Cristo como paradigma de vida cristiana. En los últimos tiempos se habla más de “seguimiento” para recuperar lo esencial de la vocación cristiana que supone discernir las mejores respuestas para los desafíos de cada tiempo presente. Las circunstancias de la época de Jesús son diferentes a las nuestras pero las respuestas de fe son igualmente válidas para este momento actual. Hoy nosotros tenemos que ser ese Jesús que sigue “sintiendo compasión por el dolor de la gente, agobiada por nuevas y complejas situaciones y que no pasa de largo sino que atiende a todos en su realidad concreta” (Cf. Mc 6, 34ss).
La vida cristiana es una vida de entrega. El amor es entrega desde cualquier punto que se le mire. Supone la capacidad de apertura y salida de sí. Nadie ama si no es capaz de mirar a los otros, sentir con los otros, responder a las necesidades de los otros. Y ese movimiento supone entrega de uno mismo y capacidad de compartir lo que se es. El amor no es dar cosas sino darse a sí mismo. Basta comprobar en la propia experiencia como las cosas no bastan y que lo que todos precisamos es la presencia y compañía de los demás para sentirnos amados. Por eso la entrega compromete nuestra vida y nos marca el camino irrefutable del amor: la capacidad de darse y disponerse al servicio sin límites en todas las ocasiones.
Cuaresma -tiempo de conversión- no significa tanto un volver sobre los errores y limitaciones (realidades que muchas veces llamamos pecado y que no tienen nada que ver con eso) sino disponernos a seguir más y mejor a Aquel que nos amó primero y nos llamó a compartir su misma vida divina. Que podamos vivir este tiempo litúrgico -como discípulos y discípulas de Jesucristo- con la radicalidad de quien quiere crecer en la vida cristiana porque se sabe alcanzado por el Amor incondicional y sin límites de Dios mismo, hecho historia y compañero de camino.
Consuelo Vélez.
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