–Don Tito, ¿cómo hago para poder acercarme nuevamente a comulgar? Usted me ve los domingos en la misa de once, también verá que no paso a comulgar; quiero hacerlo, tengo un gran deseo de hacerlo, pero claro, hace tanto tiempo que no me acerco a un sacerdote para confesarme, y a mi edad y con mi vida desordenada no sé, no sé...–.
Este era el diálogo que manteníamos en la peluquería con don José, el peluquero del barrio, donde se disfrutaba de una excelente música clásica, sobre todo en italiano, pues italiano era don José.
Ante esta inquietud de don José, yo me atreví a sugerirle que hablara con alguno de los padres de la parroquia, con P. Zanotti, P. Alvaro o P. Luis, que eran quienes para ese tiempo, estaban en la Parroquia Nuestra Señora de la Consolata, de acá de Guaymallén. Llegan otros clientes y hasta ahí entonces nuestra conversación.
Cuando llega el tiempo de mi nuevo corte de cabellos, me encuentro con un don José exultante de alegría. –"¡Vio don Tito, ahora puedo comulgar! Hice como usted me dijo–.
–Pues no será por mí–, interrumpo.
–Man no, sei per la madonna, la madonna de la Consolata, hablé con P. Zanotti y luego de charlar largo rato con él y confesarme, ahora puedo comulgar, lástima que me apareció “esto”–.
–¿A que se refiere con “esto”?–, pregunté; a lo cual él me respondió: –Y, esto que me ha aparecido en la garganta y todavía no saben qué es, no ve que me quedo sin voz y casi ronco; bueno, no sabe, el médico me dice que no sabe–.
Transcurrió un mes, no creo que más de ese tiempo, nos encontramos en la misa de once en la parroquia. Ahí estaba don José, muy pálido, muy delgado, con un bastón en la mano y su amada esposa acompañándolo. Cuando voy pasando a su lado me toma del brazo y con muy poca voz me dice: –Hoy en la misa no comulgo, porque muy temprano me llevó la eucaristía el ministro, pero vine a la misa en un taxi, para poder ver a mi hijo que hoy acompaña los cantos con su guitarra, y no quería dejar de verlo–.
-Bueno, don José-, le digo. –¡Cuánto me alegro! Para la vuelta quédese tranquilo que nosotros lo llevamos a casa. Terminada la misa lo llevamos a él y a su esposa hasta su casa y nos saludamos.
Pasaron unos tres días y con esto de ocuparse de lo urgente y no de lo importante, no me enteré que don José había muerto. Fue su esposa la que vino a casa para contarme no sólo de la muerte de su esposo sino de lo que ocurrió antes de este triste suceso.
Cuando usted nos dejó en casa, esperamos a los muchachos, almorzamos y luego José no quiso acostarse para hacer la siesta, prefirió recostarse en el sillón del living. Ahí estaba cuando alrededor de las cuatro de la tarde, siento que me llama y me dice: –Por favor sácame a la calle que quiero ver algo–. Yo me demoro, pero él insiste: –Por favor, sacame, sacame que se van y quiero verla–. Cuando salimos, vemos un grupo de mujeres que avanzan cantando cantos marianos, y con la imagen de la Consolata en andas; eran las misioneras de María, que llevaban la imagen a otra casa. José se quedó en la calle hasta que ya no pudo ver la imagen, me pidió que le ayudara a entrar a casa. Cuando logro que se siente, veo que tiene el rostro lleno de lágrimas y entonces le pregunto: –¿Qué te pasa José?–. Él me mira dulcemente, sus ojos, aunque llenos de lágrimas, irradiaban una gran paz y felicidad, y me dice– "Ella, cuando pasó, se dio vuelta y, mirándome, me llamó. Sí, con su mano me llamó diciendo: "ven José, vente conmigo". Ella me llamó, ella me llamó...–.
A pocas horas de esa brillante y hermosa tarde de domingo, don José murió, se fue con Ella, porque Ella, LA CONSOLATA, LO LLAMÓ.
Tito López lmc
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