No entraba en los planes de Yahvé. No la quería –no la podía querer– siendo un Dios Padre. El hombre podía ser redimido, encauzado, reorientado hacia su plenitud sin la crucifixión.
Jesús, aquel palestino, se había metido en un lío. No había sido “prudente”. No pactó con los poderes fácticos y, si era hombre de verdad, por muy hijo de Dios que fuera, tenía que morir de la forma que murió. Ser hombre, además de nacer de una mujer, significa someterse a su tiempo y a su espacio: ser historia.
Pero no murió así porque su Padre lo hubiese dispuesto así. La encarnación no conlleva necesariamente la cruz. Ni la redención. Jesús murió en cruz porque el poder religioso y político a un hombre así no lo podía digerir. Dios no quiere el dolor. Dios no puede querer la cruz. El dolor, en sí mismo, no tiene ninguna fuerza salvadora. La cruz no es invento de Dios. Es invento de hombres.
Cuando Jesús se siente abandonado, está siendo víctima del enorme respeto de Dios Padre por las leyes humanas, por el modo con el que los hombres llevan el mundo.
Jesús fue elegido para enseñarnos a amar, a convivir, a descubrir la verdad, a desmontar la hipocresía, a mirar a Dios, a mirar a los hombres. Quiso ayudarnos a superar la finitud, a sobrellevar la angustia de ser creaturas y por tanto imperfectas. Nos trajo la palabra “padre”, la palabra “hermano”, la palabra “libertad”. Rompió las amarras de la ley. No se sometió a los poderes del templo, ni a los políticos. Murió como blasfemo y como terrorista.
La cruz no era necesaria. Pero, fue inevitable. La maldad humana la hizo inevitable. Los poderes de este mundo, por muy sagrados que sean, no admiten ni a un Cristo ni a un cristiano.
Dios Padre tuvo que tragarse la cruz por amor a los hombres. Pero Cristo no vino a sufrir. Vino a ser Camino, la Vida, la Verdad. Y lo consiguió, pero a un alto precio
La cruz no hay que buscarla. La cruz no es fuente de vida. La cruz habrá que aceptarla cuando llegue. Y la cruz será fuente de vida si en ella se crucifica el amor. El amor es la vida, no la cruz.
Jesús murió “por” nuestros pecados. Es decir, la maldad de la sociedad, la de aquella época y la de esta; la maldad de aquellos hombres y nuestra maldad, el Caín que llevamos dentro lo crucificó y sigue crucificando al indefenso, al pobre, al débil y mucho más si, por añadidura, pretende ser libre. Ese “por” no indica solo una finalidad, es sobre todo, causa.
Se corre peligro adorando la Cruz. No te arrodilles ante la cruz. Arrodíllate ante el amor crucificado. Quizás deberían prohibirse las cruces sin Jesús.
Monseñor Romero, aquel obispo salvadoreño, no murió asesinado en el altar por voluntad de Dios. Fue el egoísmo de unos poderosos quienes no aguantaron su vida y sus palabras.
Dios no quiere –no puede querer– que nos crucifiquemos unos a otros.
Pero si alguien quiere amar como Jesús, ser libre como Jesús en medio de una sociedad egoísta, hipócrita, legalista, ambiciosa, caerá muerto a balazos, agotado o crucificado.
Pienso que, también en esto de la Cruz, los sacrificios, el dolor, etcétera, nos hemos hecho un lío. O nos han hecho un lío.
Pero, en fin, Jesús triunfó. El que lo siga lleva su frente marcada con el triunfo. Debe quedar claro: no fue el dolor, sino el amor, lo que le llevó al triunfo.
Luis Alemán,
para Blog de Antena Misionera.
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