24 de marzo… Memoria.

Hoy, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, se conmemora el Golpe de Estado de 1976, el último y más sangriento de la historia argentina. Un 24 de marzo, también, pero cuatro años más tarde, era asesinado durante la celebración de la eucaristía, Mons. Oscar Romero, arzobispo de San Salvador. Coincidencias de la historia que poco tienen de coincidencia.

Allá por el ‘80, en el país centroamericano de El Salvador, se vivían días de terror, sangre y muerte. La última década había estado signada por gobiernos democráticos corruptos y que utilizaron el terrorismo de Estado como principal herramienta de gobierno. En 1979 el gobierno del entonces presidente Carlos Humberto Romero era derrocado por un golpe militar que prometía cambiar las cosas, pero que en la práctica continuaba y acrecentaba la violencia y los asesinatos. Las víctimas y desaparecidos se contaban por miles, entre campesinos, trabajadores, estudiantes y hasta sacerdotes.

Mientras tanto, acá en Argentina, la situación difería poco y nada de la que soportaba el pueblo salvadoreño.

En ese contexto, el domingo 23 de marzo de 1980, monseñor Romero comenzaba su penúltima homilía de esta manera:

[…] “He tratado, durante estos domingos de Cuaresma, de ir descubriendo en la revelación divina, en la Palabra que se lee aquí en la misa, el proyecto de Dios para salvar a los pueblos y a los hombres; porque hoy, cuando surgen diversos proyectos históricos para nuestro pueblo podemos asegurar: tendrá la victoria aquel que refleja mejor el proyecto de Dios. Y esta es la misión de la Iglesia. Por eso, a la luz de la Palabra divina que revela el proyecto de Dios para la felicidad de los pueblos tenemos el deber, queridos hermanos, de señalar también las realidades; ver como se va reflejando entre nosotros o se está despreciando entre nosotros, el proyecto de Dios. Nadie tome a mal que a la luz de las palabras divinas que se leen en nuestra misa iluminemos las realidades sociales, políticas, económicas, porque de no hacerlo así, no sería un cristianismo para nosotros. Y es así como Cristo ha querido encarnarse para que sea luz que él trae del Padre, se haga vida de los hombres y de los pueblos.

Ya se que hay muchos que se escandalizan de estas palabras y quieren acusarla de que ha dejado la predicación del evangelio para meterse en política, pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuerzo para que todo lo que nos ha querido impulsar el Concilio Vaticano II, la Reunión de Medellín y de Puebla, no sólo lo tengamos en las páginas y lo estudiemos teóricamente sino que lo vivamos y lo traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar como se debe el Evangelio... para nuestro pueblo. Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto se que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión...

Sin dudas, el compromiso con el pueblo y con el Evangelio, se evidenciaban en cada una de sus palabras. Párrafos más adelante, encontramos la reflexión central de su homilía. El contenido de este pasaje de su predica, relacionado un poco más a la cuaresma, realmente no tiene desperdicio. Por esta razón es que no lo voy a incluir en este artículo, pero sí en uno próximo para que pueda ser aprovechado por todos, acercándonos a la Semana Santa.

Continuando con su homilía, mons. Romero habló sobre la realidad política y social que se vivía por aquellos días. Realizó una enumeración detallada de los hechos aberrantes ocurridos durante la última semana, contando a más de un centenar de víctimas entre heridos, muertos y desaparecidos. Su valentía en la lucha por la justicia y la defensa de los desprotegidos, a esa altura era indiscutida, sobre todo si tenemos en cuenta el atentado fallido de febrero de 1980 en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, que hubiera acabado con su vida y la de muchos fieles que se encontraban en el recinto de dicho templo. Pero, como si fuera poco, mons. Romero pronunció las siguientes palabras:

[…] Queridos hermanos, sería interesante ahora hacer un análisis pero no quiero abusar de su tiempo, de lo que han significado estos meses de un nuevo gobierno que precisamente quería sacarnos de estos ambientes horrorosos y si lo que se pretende es decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere, no puede progresar otro proceso. Sin las raíces en el pueblo ningún Gobierno puede tener eficacia, mucho menos, cuando quiere implantarlos a fuerza de sangre y de dolor...

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles.

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: NO MATAR. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión...!

La Iglesia predica su liberación tal como la hemos estudiado hoy en la Sagrada Biblia, una liberación que tiene, por encima de todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza.

Vamos a proclamar ahora nuestro Credo en esa verdad...

Con estos dichos, mons. Romero firmaba su sentencia de muerte.

Marcos Valdez, lmc


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